Personitas leyendo mí cabeza

domingo, 12 de noviembre de 2017

Solo.

Ya no era él el cobarde.
Ahora el espejo se escondía sin quebrarse.
Había aprendido a esquivar la luz, las sombras,
y apenas escuchaba sus pasos
abandonaba su lugar y se escondía.

Él se preguntaba adónde se iban todos.
Por qué la casa estaba tan vacía
y a quién se le olvidó limpiar
los rastros de arena en mitad de la sala.
Un televisor sin señal
encendía de destellos las paredes
de una habitación oscura
mientras un gato gordo dormía
sobre un sillón empolvado.

Al otro lado de las ventanas siempre era de noche.
A veces alguien se detenía y se quedaba mirando
varias horas hasta confundirse con el paisaje.
Él sabía que era gente conocida.
Había visto a esas personas
en algún momento de su vida.
Todos tenían la misma cara
y se iban a la misma hora
con el deseo de poder quedarse.

El gato maullaba cada vez que podía
y dejaba rastros por el pasillo;
eran huellas que iban
a todas partes y a ninguna.

Por las mañanas el sol no salía,
pero él esperaba siempre al borde del alféizar
con una taza de sueños en la mano
tan caliente
que le dejaba cicatrices en el alma.

«No ha llovido anoche.
Son lágrimas
las que empañan las ventanas.»

Y dibujaba en el vaho
unas nubes y un sol.

Nunca podía ver su reflejo
y sus manos no podían describir su rostro.

Su mejor pasatiempo era esperar
y pasar horas y horas y horas
buscando aquel maldito espejo
para que le devolviera la mirada.
Pero nunca lo encontraba
y la gente venía
y él recordaba
y el gato maullaba
y la gente se iba
y los rastros se alejaban.

Ya no era él el cobarde,
pero tampoco podía encontrarse
en aquel laberinto decrépito
del silencio ahogado en el llanto.
Nunca se había sentido tan solo.
Tan terriblemente solo…
Heber Snc Nur

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