Es verdad que parte de su
sufrimiento es a conciencia y, hasta cierto punto, consigue vivir con él como
si no existiese, remplazándolo con una gran sonrisa para que tú no te des
cuenta.
Su ropa. Esa ropa. ¿Te das cuenta
de qué tanto tiempo de su vida perdió para usarla ahora mismo? Ni tienes idea
de que antes de traer puesta esa blusa blanca, tuvo que probarse una blusa azul
y una negra, pero se decidió por ésa para irse de una vez por todas a dormir y
que al día siguiente no hayas tenido que verla con círculos púrpura en los
párpados.
¿No te das cuenta de que sus
pestañas lucen más oscuras y curveadas? ¿A caso no ves que si su cabello
enmarca perfectamente su rostro, es para que tú lo notes? Porque si aún no
notas algo diferente en ella, debes ser demasiado estúpido, amigo mío.
En este momento lo único que puede
hacer es quererla, pero quererla de verdad y mirarla al darte cuenta de que
ahora mismo está ahí y es justo ahí donde quiere estar, contigo, porque tú, con
todos tus múltiples defectos de hombre común, puedes encontrar en ella a la
mismísima rencarnación de Venus o Afrodita por el simple hecho de que de verdad
le agradas.
Ningún hombre nota la vida misma en
ninguna mujer, es como si pensaran que aún seguimos siendo objetos inanimados.
Mírala. Allí frente a ti. Con sus
ojos, frente a ti. Mírala fijamente, y si llegas a notar una sola lágrima en
esos ojos que te están mirando, lo mejor será que la dejes y que nunca más
vuelvas a buscarla. Pero si su sonrisa sigue allí mismo donde tus abrazos la
han dejado, bésala. Bésala de un momento a otro.
No digas que la quieres hasta que
de verdad estés dispuesto a dejar de hacerla sonreír a fuerzas, cambiarse la
blusa blanca mil veces y arreglarse el cabello de diferente manera. Porque lo
seguirá haciendo, pero en ese momento ni todo el maquillaje del mundo opacará
lo bella que ella luce ante tus ojos.
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